UNA HIPÓTESIS DE TRABAJO SOBRE ANOMALIAS VARIABLES 2° PARTE



LAS AURORAS

La más cercana manifestación visible de los plasmas en la naturaleza es la aurora, los hermosos despliegues de luces danzarinas que se presentan en gran variedad de formas y que adornan la alta atmósfera en las regiones cercanas a los polos (figura 6). Estas luces, que generalmente son de color amarillo verdoso, se ven casi todas las noches claras y su intensidad es suficiente como para poder leer. Por lo general, a través de los despliegues aurorales se transparentan las estrellas, pero cuando son muy brillantes ocultan la presencia de la Vía Láctea en el cielo. Aunque durante el día no se distinguen, el resplandor del cielo permanece en realidad todo el tiempo.
 
Figura 6. Fotografía de una aurora boreal. Aunque aquí no puede apreciarse, todas las luces de una aurora están en continuo movimiento.
Este bello fenómeno natural ha cautivado la imaginación del hombre desde tiempo inmemorial y ha originado muchos mitos para explicar su origen en términos comprensibles al entorno cultural. La aparición de las auroras desempeña un papel muy importante en las mitologías esquimal, escandinava y de otras naciones de alta latitud en el norte del planeta. Una bella leyenda escandinava asocia la aurora con la agitación que se produce en los cielos cuando las zorras mueven sus colas. En el sur, los aborígenes australianos creen que este plasma danzante representa la danza de los dioses, y los nativos del sur de la India creen que la aurora es un mensaje del dios Buda.
La aurora del hemisferio norte fue nombrada aurora boreal (luces del norte) por el científico francés Pierre Gassendi en 1621, quien fue el primero en hacer observaciones aurorales sistemáticas. La aurora del sur fue nombrada aurora austral (luces del sur) por el capitán James Cook en 1773, cuando la observó por primera vez en el Océano Índico. Ya los filósofos griegos consideraban a la aurora del norte como un fenómeno natural, y la asociaban con el reflejo de la luz en los hielos polares. Pero la investigación moderna de la aurora empezó en 1716, cuando Edmond Halley sugirió una cercana correlación entre la aurora y el campo magnético de la Tierra, al darse cuenta de que los rayos aurorales trazaban las líneas del campo magnético sobre la superficie. A mediados del siglo XVII, De Mairan, mostrando una notable intuición respecto al fenómeno auroral, afirmó que las auroras eran causadas por un gas de origen solar que penetra a la atmósfera. De acuerdo con esta idea, dijo que las auroras deberían también ocurrir en el hemisferio sur; como efectivamente observó posteriormente Cook. En 1784 el científico inglés Henry Cavendish descubrió la composición química de la atmósfera y calculó aproximadamente la altura del fenómeno auroral, la cual estimó entre cien y varios cientos de kilómetros, y durante el siglo XIX se empezaron a hacer mapas de las zonas de máxima ocurrencia auroral.
Sin embargo, los fundamentos de los estudios aurorales como ahora se realizan no se establecieron sino hasta finales del siglo pasado, a partir del descubrimiento del electrón por J. J. Thompson y de la manera como afectan los campos eléctricos y magnéticos a las partículas cargadas. En 1896, Birkeland sugirió que las auroras resultan de que electrones de origen solar son guiados hacia los polos de la Tierra por las líneas del campo geomagnético. Llevó a cabo experimentos de laboratorio con una pequeña esfera magnetizada que tenía una superficie fluorescente, a la que llamó terrella (tierrita), sobre la que hacía incidir electrones para observar su comportamiento. Con estos experimentos se observó por primera vez en laboratorio la aparición de las regiones aurorales sobre la terrella. Intrigado por estos experimentos, Carl Stormer inició en 1904 estudios matemáticos del movimiento de partículas cargadas en el campo magnético de un dipolo (como el de un imán de barra). Sin la ayuda de computadoras llevó a cabo cálculos muy largos y tediosos, pero logró demostrar que era correcta la interpretación de Birkeland.
Sin embargo, esta opinión de Stormer y de Birkeland de que el Sol arrojaba chorros de electrones fue muy criticada, y en 1919 Lindeman sugirió que lo que provenía del Sol deberían ser chorros neutros de gas solar ionizado (plasma). Los estudios de la interacción de estos chorros de plasma con el campo magnético de la Tierra se iniciaron en la década de 1930, pero fue sólo a partir del desarrollo de la física de plasmas y la magnetohidrodinámica, con los trabajos fundamentales de Hannes Alfvén alrededor de 1940, que este familiar espectáculo ha empezado realmente a comprenderse.
Las auroras ocurren típicamente en dos regiones anulares, casi circulares, de pequeña extensión latitudinal, alrededor de cada polo geomagnético. Estos polos geomagnéticos, que podríamos considerar como las intersecciones del eje del campo magnético dipolar terrestre con la superficie de la Tierra (figura 7), son cercanos a los polos geográficos pero no coinciden con ellos. El polo norte geomagnético (que en realidad es el polo sur de un imán) se localiza cerca del extremo noroeste de Groenlandia y el polo sur (que es un polo norte magnético) cerca de la estación soviética Vostok en la Antártida.

Figura 7. El campo magnético de la tierra es semejante al de un imán, pero no está alineado con el eje de rotación. Los polos geomagnéticos no coinciden con los polos geográficos.
Las regiones donde se producen las auroras se conocen como óvalos aurorales y están fijas en el espacio respecto al Sol, de manera que la Tierra gira bajo ellas una vez al día. Cada óvalo tiene un radio aproximado de 2 000 kilómetros (aunque éste varía según la intensidad de la aurora) y son excéntricos respecto a los polos, esto es, su centro está corrido unos cuantos grados hacia lo que se llama el lado noche, es decir; el lado opuesto al Sol (figura 8). Así, la porción noche se encuentra alrededor de los 67º de latitud magnética, mientras que la porción de día está alrededor de los 76º de latitud. Como puede verse, contrariamente a la creencia común, las auroras no ocurren en los polos, sino que el óvalo deja libre una región de latitudes más altas, lo que se conoce como el casquete polar.
 
 
Figura 8. Fotografías de la evolución de una aurora en el hemisferio norte, tomadas desde satélites.

Ahora ya se sabe que las columnas de luz de las auroras son causadas por la precipitación de electrones y iones (principalmente protones) de alta velocidad sobre la atmósfera superior; las cuales penetran a lo largo de las líneas del campo magnético de la Tierra y excitan y ionizan a los átomos y disocian a las moléculas del aire. Las desexcitaciones y recombinaciones de los átomos y moléculas son responsables de las luces emitidas. Como los electrones son mucho más pequeños que los iones logran penetrar más la atmósfera y dominan en número a los iones por un factor de 50, generalmente. Aunque el espectro auroral es bastante complejo y consiste de un gran número de líneas y bandas espectrales, unas cuantas líneas son especialmente conspicuas. La más dominante, tanto que se le ha llamado línea auroral, está en la parte amarilla del espectro, muy cerca de la longitud de onda a la que es más sensible el ojo humano. Ésta es, por mucho, la línea más intensa en el espectro visible, pero hay muchas líneas de emisión aún más intensa en el infrarrojo. Auroras muy energéticas, que se salen del óvalo auroral normal y alcanzan latitudes más bajas, tienen con frecuencia un color rojo debido al oxígeno, y auroras que alcanzan alturas bajas, debido también a una mayor energía de las partículas que penetran, a menudo presentan un borde inferior rojo causado por las emisiones de las moléculas de nitrógeno.
De los experimentos de laboratorio es bien sabido que los plasmas que transportan corrientes tienden a romperse en filamentos. Una hermosa muestra a gran escala de esta estructura filamentaria se ve en las auroras. Las partículas cargadas fluyen hacia abajo en la atmósfera en hojas a lo largo del campo magnético. Estas hojas de corriente eléctrica se filamentan para formar cortinas de luz que ondulan rápidamente, constituyendo el despliegue auroral. Aun a simple vista, las auroras muestran claramente esta característica tan persistente en el universo de plasma: su tendencia a formar estructuras filamentarias.
El tamaño y la forma de los óvalos aurorales dependen del estado de perturbación del campo geomagnético, el cual a su vez está condicionado por la emisión del plasma solar; como veremos más adelante. Ya desde 1741, Hiorter y Celsius hicieron notar que la aurora se intensifica y puede observarse a más bajas latitudes cuando hay perturbaciones magnéticas intensas o tormentas geomagnéticas (llamadas así por A. von Humboldt en 1806). En altas latitudes el resplandor auroral es un fenómeno permanente, pero asociado con tormentas geomagnéticas las auroras se intensifican, se activan y llegan a verse más cerca de los polos y a latitudes medias y bajas. En México se han observado auroras en forma de extensos velos en momentos de muy alta actividad geomagnética, como sucedió en 1957 y más recientemente en 1989.
Durante las auroras, hay ocasiones en que el plasma emite ondas de radio con frecuencias entre 30 y 3 000 megahertz; en estos casos se habla de una radio aurora. También se han registrado emisiones esporádicas de señales de radio de muy alta frecuencia a las que se ha dado el pintoresco nombre de "silbidos aurorales" y que parecen deberse más bien a los electrones que se precipitan. El mecanismo físico que produce esta radiación no está aún muy bien entendido. Hannes Alfvén explica su origen como resultado de la existencia de capas dobles de plasma. Aunque el plasma está en un estado de cuasineutralidad, en algunas ocasiones, cuando está inmerso en él un campo magnético (que es el caso de todos los plasmas naturales), es posible que se formen dos capas contiguas con acumulación de iones y electrones, respectivamente. Estas capas se encuentran dentro del plasma y están separadas entre sí por una distancia del orden de la distancia de Debye. En esa región se generan, pues, campos eléctricos muy intensos capaces de acelerar partículas cargadas. Durante las auroras hay corrientes eléctricas que bajan hacia la atmósfera a lo largo de las líneas del campo geomagnético y se supone que las ondas de radio son generadas como resultado de inestabilidades del plasma con sus capas dobles y sus corrientes eléctricas. Aunque la presencia de estas capas dobles no se ha podido corroborar en nuestra atmósfera, sí se ha observado en experimentos de laboratorio para una gran variedad de plasmas en un amplio rango de densidades y temperaturas. Pero a pesar de que Irving Langmuir habló acerca de la existencia de estas capas dobles desde su primera publicación sobre plasmas, hasta ahora estas estructuras no están bien entendidas.
Para la física de plasmas el estudio de la aurora ha resultado ser no sólo fascinante sino enormemente enriquecedor; ya que su entendimiento requiere de la solución de problemas físicos fundamentales que seguramente tienen también lugar en todo nuestro universo de plasma. A pesar de que la aurora es el fenómeno de plasma natural que se ha observado desde hace más tiempo, su complejidad sigue desafiando las explicaciones, pues mientras más se estudia se encuentran en ella nuevos efectos de plasma. Hoy en día, para estudiar la aurora se combinan mediciones locales realizadas por satélites encima de la atmósfera, con datos de percepción remota (principalmente en el ultravioleta) de toda la zona auroral y con observaciones desde tierra. Toda esta información se utiliza para alimentar modelos teóricos que intentan describir el fenómeno auroral. Sin embargo, aunque se sabe que las partículas que se precipitan para formar la aurora provienen de fuera, del plasma con que el Sol llena el medio interplanetario, la forma como estas partículas penetran y son aceleradas hasta energías a las cuales se precipitan sigue siendo un problema abierto. Esta aceleración de partículas hasta muy altas energías es una característica muy notable y generalizada en el Universo, tanto en los plasmas como en los astrofísicos.
Por otra parte, se ha sugerido recientemente que la aurora (y por lo tanto el estado de plasma) puede incluso haber sido responsable del surgimiento de la vida en la Tierra. Algunos científicos suponen que el proceso auroral en la atmósfera superior de la Tierra primitiva pudo haber proporcionado el ambiente reactivo necesario para algunas síntesis químicas determinantes. De esta manera, el cuarto estado de la materia, que ahora se ha convertido en el eje central de la nueva astrofísica, tal vez también pase a ser parte importante de los estudios de la vida.


LA IONOSFERA. 


Yendo hacia fuera de nuestro planeta, el primer establecimiento permanente de plasma con que nos encontramos es la ionosfera. Todos los cuerpos del sistema solar que tienen atmósfera (esto es, una envoltura gaseosa) tienen una ionosfera, la cual no es mas que la parte exterior de la atmósfera, ionizada por la luz solar de alta frecuencia. Los fotones solares ( principalmente en la región utravioleta) arrancan electrones de los átomos que componen las moléculas de los gases de la atmósfera y la convierten en un plasma donde iones y electrones están separados. También a los cometas, que al acercarse al Sol sufren una vaporización que los rodea de una atmósfera, se les forma una ionosfera que, como veremos después, desempeñó un papel muy importante en el descubrimiento del plasma que sale del Sol.
La existencia de la ionosfera terrestre fue postulada mucho antes de que pudiera sondearse directamente. Desde 1839, el físico y matemático alemán Carl Friedrich Gauss afirmó que debería haber una capa eléctricamente conductora en la atmósfera superior; lo cual explicaría las variaciones diurnas que sufre el campo magnético de la Tierra. En 1860, Kelvin hizo la misma sugerencia, y en 1882 el físico escocés Balfour Stewart elaboró un artículo ya más detallado acerca de esta capa y el cual se considera como el punto de partida de la física ionosférica.
Posteriormente un nuevo efecto, descubierto a raíz de los avances en las comunicaciones por radio, vino a reforzar esta convicción y condujo finalmente a la demostración de la existencia de esta capa ionizada de la alta atmósfera. En 1901, el científico y técnico italiano Guglielmo Marconi, quien hizo posible las comunicaciones por radio, estableció un sistema de comunicación de Inglaterra a Estados Unidos a través del Océano Atlántico. Las ondas de radio, como ya mencionamos, son ondas electromagnéticas como la luz, sólo que de longitud de onda mucho más larga y, al igual que la luz, viajan en línea recta. como la Tierra es una esfera, una onda que viajara en línea recta no podría ser recibida muy lejos en la superficie (figura 9(a)) y ciertamente no podría dar la vuelta para llegar al otro lado del Océano Atlántico, sin embargo lo hacían, y las comunicaciones trasatlánticas estaban ocurriendo. Un año después, en 1902, el ingeniero físico inglés Oliver Heaviside y el ingeniero eléctrico de origen hindú Arthur Edwin Kennely, sugirieron independientemente la presencia de una capa en la alta atmósfera que reflejaba las ondas de radio y las llevaba a puntos muy lejanos sobre la Tierra (figura 9(b)). Esta capa debería ser eléctricamente conductora, como lo requería la explicación de las variaciones del campo magnético de la Tierra.

Figura 9. Las ondas de radio viajan en línea recta. Si no existiera la ionosfera (a), sería imposible comunicarse con puntos lejanos debido a la curvatura de la tierra. Pero como la ionosfera es una capa reflectora de estas ondas (b), es posible comunicarse con lugares que estén por debajo del horizonte.
Poco tiempo después del descubrimiento del electrón por J. J. Thomson, Taylor propuso, en 1903, que esta capa debería estar compuesta por iones y electrones libres y que la ionización de los átomos era producida por la radiación ultravioleta del Sol. El escepticismo respecto a esta capa eléctricamente conductora fue finalmente derrotado con la demostración experimental de la existencia de una región de plasma en la atmósfera superior; a la que se llamó ionosfera. Esta demostración fue obtenida en forma concluyente en 1925 por el geofísico estadunidense Merle Anthony Tuve y el físico de origen ruso Gregory Breit, quienes empezaron a observar repetidamente la reflexión de ondas de radio en la atmósfera. En forma independiente, el científico inglés Edward Victor Appleton estudió extensamente la ionosfera y determinó la altura de la capa reflectora de las ondas de radio, llamada ahora la capa de Appleton. Junto con Hartree, demostró y modeló matemáticamente el efecto del campo geomagnético sobre la reflexión de las ondas de radio en la ionosfera al principio de la década de 1930 y en 1947 recibió el premio Nobel de física por estos estudios. Los trabajos de Appleton hicieron posible que se obtuvieran radiocomunicaciones de más largo alcance y mayor confiabilidad y contribuyeron posteriormente al desarrollo del radar.
La razón por la cual las ondas de radio son reflejadas por la ionosfera tiene que ver con las oscilaciones propias del plasma. Como ya mencionamos en el capítulo anterior; un plasma tiene una frecuencia natural de oscilación que depende exclusivamente de su densidad de electrones; a una mayor densidad electrónica le corresponde una frecuencia más alta. Cuando una onda electromagnética (que es un arreglo de campo eléctrico y magnético oscilante) atraviesa un plasma, las cargas libres en él, principalmente los electrones, tienden a responder a esta oscilación. Pero las atracciones electrostáticas hacia los iones, que son las fuerzas que generan la oscilación del plasma, tienden a impedir este acoplamiento entre los electrones y la onda electromagnética. Si la frecuencia de la onda electromagnética es mayor que la del plasma, esta onda atravesará el plasma sin mayor problema, pero si la frecuencia de la onda electromagnética es menor o igual que la del plasma, parte de la onda será reflejada y parte será transmitida. Las ondas con frecuencias menores que la del plasma sólo podrán penetrar una capa delgada de éste, ya que son rápidamente amortiguadas.
La densidad de iones (y de electrones) en la ionosfera no es homogénea, pues depende fundamentalmente de la altura. A gran altura, la densidad de iones es baja debido a la baja densidad misma del gas atmosférico. A bajas alturas también hay pocos iones porque la mayor parte de la radiación solar ionizante ya ha sido absorbida. Así pues, en un nivel de altura intermedia existe un máximo bien definido de la densidad de iones (figura 10). Distintas frecuencias de onda de radio serán reflejadas a distintas alturas y a la altura de la densidad máxima se reflejarán las ondas de máxima frecuencia que pueden ser reflejadas. Ondas con frecuencias mayores que ésa ya no serán reflejadas por la ionosfera, por lo que la máxima densidad de electrones define la frecuencia más baja que puede atravesar la ionosfera. Esta penetración y esta reflexión se dan, por supuesto, en ambas direcciones. Las ondas de radio de frecuencias muy altas (como por ejemplo las microondas) generadas en la superficie de la Tierra ya no las refleja la ionosfera y se tienen que usar reflectores artificiales a bordo de satélites para comunicar a todo el planeta, pero, del mismo modo, estas ondas pueden penetrar la ionosfera cuando provienen del espacio exterior. De igual manera, las ondas de radio de frecuencias más bajas, que rebotan en la ionosfera cuando provienen de la superficie de la Tierra, rebotan también cuando vienen de fuera y no pueden ser registradas en el suelo. La presencia de la ionosfera nos permite utilizar cierto rango de frecuencias de radio para comunicarnos sin necesidad de reflectores artificiales, pero esto mismo limita nuestra observación del rango de frecuencias provenientes de cuerpos extraterrestres. 
 
 Figura 10. Perfil de densidades de electrones en la ionosfera con la altura cerca del máximo de actividad solar. La curva sólida representa el perfil nocturno y la curva en trazos el perfil diurno. Se muestran las alturas aproximadas de las capas D, E, F1 y F2. En épocas de baja actividad solar las densidades de electrones disminuyen y las curvas que representan los perfiles diurno y nocturno se corren hacia la izquierda.

Cabe mencionar que no todas las frecuencias mayores al umbral ionosférico pueden penetrar la atmósfera. Existen otros efectos que limitan la penetración de ondas electromagnéticas muy cortas. Por ejemplo, el infrarrojo es absorbido por las moléculas de agua, el ultravioleta se captura para ionizar la atmósfera alta (para generar la ionosfera) y también se absorben de esta manera los rayos X. Los rayos gamma dan lugar a reacciones con los núcleos de la atmósfera y también muy difícilmente pueden alcanzar la superficie. De esta manera, la atmósfera forma una coraza protectora que sólo deja pasar radiaciones electromagnéticas en dos rangos de frecuencias llamados ventanas atmosféricas, una de las cuales es la de la luz visible y la otra la ventana de radio (figura 3)
La frontera inferior de la ionosfera se encuentra a una altura aproximada de 55 km, donde la concentración de electrones es ya suficiente para afectar la propagación de las ondas de radio. La densidad de electrones aumenta irregularmente hasta un máximo entre los 200 y 600 km de altura y a partir de ahí disminuye nuevamente, aunque en forma más lenta (figura 10). Según la clasificación de las capas atmosféricas en la meteorología, la ionosfera empieza poco antes del tope de la estratosfera, su densidad electrónica aumenta por la mesosfera y el pico de electrones se halla en la termosfera. La ionosfera continúa más arriba, hasta traslaparse con la exosfera y finalmente fundirse con la plasmosfera o magnetosfera, que veremos posteriormente. El plasma que rodea a la Tierra ya no tiene límite y simplemente se distinguen diferentes regiones.
En la ionosfera misma se distinguen varias regiones o capas, aunque la separación entre ellas no es muy marcada. Las características de estas capas cambian, como es de esperarse, de día a noche, pues la fotoionización del Sol cesa en la noche y los procesos de recombinación de iones y electrones cambian la estructura de la ionosfera. Durante el día, en orden de altitud creciente y de concentración creciente de iones, la ionosfera se divide en las regiones D, E, F1 y F2 (figura 10). Las tres primeras son realmente estratos de la pendiente creciente en densidad de electrones que alcanza su pico en la región F2, excepto algunas veces en la noche, cuando la capa E desarrolla un pico independiente. Por la noche, la división entre las capas F1 y F2 desaparece. Por encima del pico de la región F2 la densidad de electrones ya decrece monótonamente. Durante el día, la región E se ioniza por los rayos X suaves del Sol hasta una concentración de 105 electrones (y iones) por centímetro cúbico. Las regiones superiores se ionizan con radiación ultravioleta y el máximo en la región F2 alcanza valores del orden de 5 x 105 electrones por centímetro cúbico. Este valor; sin embargo, depende de la latitud sobre la Tierra y del nivel de actividad del Sol, que aumenta y disminuye cíclicamente. El valor dado anteriormente corresponde a latitudes geográficas entre 30 y 40 grados y a periodos de mínima actividad solar. En tiempos de máximo solar; la densidad de electrones en el pico de la capa F2 puede alcanzar el orden de 2 x 106 electrones por centímetro cúbico.
La densidad electrónica de la ionosfera y la altura del pico se sondean constantemente enviando señales de radio de distintas frecuencias y midiendo el tiempo que tardan en regresar. Estos sondeos han revelado gran cantidad de detalles interesantes en el plasma ionosférico, complicados patrones de densidad y de corrientes eléctricas, una compleja fotoquímica y otros efectos magnetohidrodinámicos. En particular, en la ionosfera se propagan las ondas magnetohidrodinámicas, que viajan en los plasmas atravesados por un campo magnético, como son todos los plasmas espaciales. En estas ondas se acoplan oscilaciones de las propiedades del plasma con oscilaciones del campo magnético en él. Algunas son longitudinales (la oscilación se da en la dirección en que se propaga la onda), pero otras son transversales (la oscilación es perpendicular a la velocidad de propagación). Estas ondas desempeñan un papel muy importante en los plasmas espaciales y volveremos a encontrarlas en otros lugares. En la ionosfera, estas ondas MHD son impulsadas por los movimientos de la atmósfera baja y por otros movimientos magnetosféricos que llegan desde arriba.
El estado de la ionosfera, como ya mencionamos, varía de día a noche como consecuencia del cambio en la fotoionización y en el calentamiento de la atmósfera. Durante el día, cuando la atmósfera está más caliente y sus moléculas están más agitadas, las colisiones entre los electrones y los átomos neutros producen una fuerte absorción de las ondas electromagnéticas de radio. De noche, al bajar la temperatura, el número de colisiones disminuye y se pueden transmitir con mayor alcance y mayor claridad; incluso algunas ondas que no son reflejadas durante el día llegan a ser reflejadas durante la noche. También el efecto de recombinación que ocurre durante la noche ocasiona que suban las capas reflectoras de las distintas señales de radio (figura 10), y así, al ser reflejadas a la Tierra, llegan más lejos y se escuchan estaciones que de día es difícil captar.
Pero éstas no son las únicas variaciones que sufre la ionosfera. También la afectan los fenómenos que ocurren en la atmósfera baja y, en forma mucho más drástica, los fenómenos esporádicos que ocurren en el Sol. En ocasiones tienen lugar en el Sol enormes explosiones llamadas ráfagas solares, que lanzan hacia el espacio gran cantidad de energía electromagnética en distintas longitudes de ondas que incluyen la luz. Las radiaciones de longitudes de onda más cortas (UV y rayos X) aumentan enormemente la ionización en la ionosfera y por lo tanto alteran todos sus patrones de corrientes eléctricas. Las alteraciones en la densidad de los iones repercuten en las radiocomunicaciones y las alteraciones en las corrientes se reflejan en el campo magnético de la Tierra.
Durante estas explosiones solares y por varios días después, es común que también incidan sobre la Tierra partículas de muy alta energía. Estas partículas giran alrededor de las líneas del campo magnético de la Tierra y se precipitan sobre la ionosfera, principalmente en regiones de alta latitud, alrededor de los polos; penetran hasta la parte más baja de la ionosfera, la capa D, y ionizan los constituyentes de la atmósfera al chocar con ellos, con lo cual aumenta considerablemente la densidad de electrones. Este exceso de electrones produce, al igual que en el caso anterior, una absorción severa e incluso un bloqueo total de las radioondas. Su efecto se siente principalmente durante el día, cuando la Tierra está frente al Sol y recibe estas partículas, pero cuando es muy intenso permanece también por la noche. Como el efecto de absorción y bloqueo de ondas de radio se da en los casquetes polares, a este fenómeno se le conoce como absorción en los casquetes polares y afecta principalmente a las comunicaciones a alta latitud.
El comportamiento de la ionosfera también se ve alterado por perturbaciones que el Sol genera en el plasma del medio interplanetario y que viajan hasta la Tierra en unos cuantos días. Estas perturbaciones alteran la estructura del campo magnético y los patrones de corrientes en todo el plasma que rodea a la Tierra y pueden incluso permitir la inyección del plasma solar hacia la Tierra. Cuando son muy intensas dan lugar a las tormentas geomagnéticas (las cuales ya mencionamos cuando se habló de las auroras), que pueden causar costosos daños a instalaciones eléctricas, además de los consabidos problemas en las comunicaciones. De esto hablaremos en detalle más adelante.







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